jueves, 21 de julio de 2011

El derrumbe egipcio: la revolución traicionada

Robert Fisk * - http://www.surysur.net/?q=node/17006


Algo se ha torcido de manera terrible en la revolución egipcia. El gobernante Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas —nadie sabe con exactitud qué quiere decir supremo— coquetea con los medievales hermanos musulmanes y salafistas; los generales parlotean con los seudoislamitas mientras los jóvenes, los liberales, los pobres y ricos que derrocaron a Hosni Mubarak, son hechos a un lado. La economía se derrumba.

Noche a noche la anarquía se apodera de las calles de las ciudades. El sectarismo florece en la oscuridad, y los policías han vuelto a las viejas mañas.

Y no es exageración. No hay más que caminar por las calles de El Cairo para entender qué se ha torcido; vagar por la plaza Tahrir y escuchar a quienes insisten en democracia y libertad mientras los ancianos sobrevivientes del régimen de Mubarak se mantienen como primer ministro y viceministros, en la figura del mariscal de campo Mohamed Tantawi, jefe de ese consejo supremo, amigo de la infancia de Mubarak y leal a él, aunque es verdad que él lo obligó a marcharse.

Ahora la cabeza igualmente anciana de Tantawi aparece en carteles por toda la plaza y el viejo grito de enero y febrero está de vuelta: Queremos el fin del régimen.

La inseguridad sigue

En esa isla entre el tráfico, los grupúsculos de la revolución tienen ahora sus tiendas individuales con minúsculos tapetes y sillas de plástico entre el polvo, y discuten sobre nasserismo, secularismo, la unión cristiana de derechos civiles (el Movimiento de la Juventud en Masa). Por supuesto, la Hermandad Musulmana está ausente, junto con los salafistas.

“Estamos hartos del consejo militar, que usa los mismos instrumentos que Mubarak —me dice Fahdi Philip, de 26 años, estudiante de veterinaria en la Universidad de El Cairo, sentado bajo el sol de verano—. Los juicios a los culpables se retrasan, y el estado de inseguridad sigue aquí.”

Muy cierto. Casi 900 civiles fueron asesinados por la policía de seguridad del Estado y por francotiradores durante la revolución, y sólo un policía ha sido juzgado —en ausencia— por dar muerte a manifestantes.

Cuando una protesta en masa tomó las calles, el mes pasado, los policías repitieron aquella conducta. Frente a las cámaras de televisión, arrojaron piedras a los manifestantes, los golpearon con garrotes y —en un incidente insólito— se acercaron a ellos bailando y blandiendo espadas. Un supuesto Consejo Nacional pro Derechos Humanos ha culpado a ambos bandos: los manifestantes, afirma, lanzaron cocteles molotov, y la policía respondió con gas lacrimógeno.

El 28 de junio unos camiones llevaron piedras a la plaza Tahrir, para ser lanzadas por jóvenes que vestían playeras idénticas. Más de 1.100 civiles, soldados y policías resultaron heridos. Temiendo mayor violencia, el consejo supremo de Tantawi anunció la creación de un nuevo fondo de 17 millones de dólares para compensar a los deudos de los asesinados o heridos durante la revolución.

Pero no bien abro los periódicos matutinos en El Cairo —por fin dicen las cosas sin cortapisas, aunque la mayoría está en bancarrota— encuentro una fotografía a color del mariscal de campo Tantawi invistiendo a un nuevo ministro de Información, un ex político de oposición, pero ministro al fin y al cabo, apenas meses después de que el mismo Tantawi anunciara el desmantelamiento de tal ministerio.

No hay problema, dicen las autoridades: es sólo para ayudar a la prensa a cumplir sus deberes democráticos, y luego se suprimirá de nuevo. Tal como el joven veterinario, cristiano copto (advierten cómo volvemos a anotar la religión de los egipcios?) lo había dicho, el régimen recurre a los viejos instrumentos de Mubarak. Sin embargo, ¿qué otra cosa pueden informar los periódicos egipcios, de no ser el derrumbe de la ley que la revolución había jurado resguardar?

Me dirijo al hospital Qasr el-Aini, que atiende a un pequeño sector de la capital, cerca del campus de la antigua Universidad Americana, sólo para descubrir que sus registros de urgencias muestran que en un día cualquiera —tan sólo en este reducido distrito— ingresan 30 hombres y mujeres con heridas de arma de fuego o arma blanca. Entre jueves y viernes, las cifras aumentan a un promedio de 50 víctimas.

Para los jóvenes de la plaza Tahrir, eso parece una conspiración: vacíen las calles de policías y den a los ciudadanos una probada del caos que han precipitado... y pronto volverán a desear que los guardias de seguridad estén allí.

El país es seguro para los turistas, dicen los ministros a las agencias de viajes. ¿De veras? Egyptair, la aerolínea estatal —que ha tenido la audacia de anunciar el nuevo Egipto con tomas de las manifestaciones en la plaza Tahrir de principios de febrero— acaba de dar a conocer una pérdida de 168 millones de dólares en apenas cuatro meses.

El hotel Marriott en Jezira, el viejo palacio del Nilo, con sus leones de mármol y sus techos de estuco, cuenta con 1.040 habitaciones y sólo hospeda a 24 turistas. “La revolución era buena —me dice un amigo cuando asomo la cabeza en la camisería de su propiedad—. Ahora ya no lo es.”

Hace poco más de una semana, manifestantes que planeaban una protesta el viernes pasado fueron atacados con cuchillos y piedras por vendedores callejeros. Se oyeron las historias de siempre: todo fue bien planeado por los poderes fácticos. En ninguna de las recientes protestas callejeras por los mártires de la revolución han estado presentes los grupos islamitas.

Me reuní con un viejo amigo periodista. Los empleados del café se acercaban a saludarlo, se declaraban admiradores suyos y le decían que no dejara de exponer la corrupción de la vida en Egipto. Está preocupado: se habla de un amotinamiento civil, dice. De personas que quieren volver a incendiar los cuarteles de policía, asaltar el poder o tomar la ley en sus manos, dando muerte a policías específicos.

Por todos lados circulan versiones —yo las escuché en la plaza Tahrir— de que grupos juveniles intentarán cerrar el Canal de Suez hasta que las autoridades de seguridad que dieron muerte a inocentes en enero y febrero sean llevadas a juicio. Las voces más hostiles hablan ahora de condenar a muerte a Mubarak.

De manera extraña, existe también la convicción, según mi amigo periodista, de que el consejo militar supremo de Egipto no puede llevar a cabo su función de gobierno y comenzar los juicios a menos que Mubarak perezca. Les gustaría que muriera. Quieren que se quite de en medio para que les dé espacio y puedan negociar con sus hijos. A Tantawi le preocupa que las turbas vayan por el dictador. Pero sabe que, si Mubarak muere, los egipcios son un pueblo amable y perdonará la mayoría de sus faltas, porque era un soldado y era anciano, y vendrá un periodo de calma.

Circulan rumores de que Mubarak ha sido llevado por lo menos una vez a Arabia Saudita desde su arraigo en Sharm el-Sheikh para recibir tratamiento médico en secreto, y se han producido muchas revelaciones de cómo fue destronado. Una, del muy respetado escritor egipcio Abdul Qader Choheib, afirma que Mubarak accedió a renunciar luego de ser confrontado por Tantawi, su vicepresidente Omar Solimán —ex jefe de inteligencia y amigo de Israel— y el general Ahmed Chafiq.

Al parecer, Mubarak les suplicó no divulgar su declaración de renuncia hasta que sus hijos, Gamal y Alaa, estuvieran en camino a Sharm-el-Sheikh, no para salvarlos de la prisión (lo que de todos modos no se logró), sino porque temía que Gamal hiciera alguna imprudencia porque ya había objetado cuando Mubarak designó a Solimán vicepresidente durante los días finales de la revolución.

La ventaja de la revolución, al parecer, es que no tenía líderes, nadie a quien arrestar. Pero también ésa fue su desventaja, porque nadie asumió la responsabilidad de la revolución una vez que terminó.


* Periodista.
En www.jornada.unam.mx —que cita comoi fuente al periódico británico The Independent.
Traducción de Jorge Anaya

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