martes, 26 de diciembre de 2017

La potencia de la impotencia


En la vida de los pueblos hay situaciones límite. Momentos en los que la paciencia popular y su capacidad de soportar adversidades, aparentemente infinitas, se agotan. Esto sucede cuando el poder establecido extrema abiertamente su crueldad y cierra todas las válvulas de esperanza de una vida mejor para las mayorías. 
La explosión social aparece cuando el pueblo ve amenazada su subsistencia, coartada su libertad, mancillada su dignidad y toma clara conciencia de la impunidad y la soberbia de los sectores dominantes. Ocurre cuando al habitual saqueo y vejación a los estratos sometidos se suman la manipulación, la represión, el fraude y la persecución o proscripción de toda organización o líder, cuyas políticas pudieran ofrecer una alternativa emancipadora a la desigualdad sistémica. En tales momentos, la impotencia se convierte en potencia de rebeldía y cambio. 
Así sucedió en repetidas oportunidades en América Latina y el Caribe. Aconteció en Bolivia en el transcurso de la Guerra del Agua (2000) o en Argentina con el memorable “que se vayan todos” en Diciembre de 2001. Ambos acontecimientos abonarían el surco en el cual se constituirían luego los gobiernos transformadores de Néstor Kirchner y Evo Morales Ayma. 
También el Caracazo de 1989 marcó el momento de un levantamiento popular que culminaría con la elección de Hugo Chávez poco menos de diez años después, poniendo fin a cuatro décadas de componenda elitista en Venezuela. Del mismo modo, el triunfo de la Revolución Ciudadana liderada por Rafael Correa en Ecuador (2006), había sido precedido por un brutal vaciamiento bancario en 1999, al que siguieron dos alzamientos populares en el año 2000 y la Rebelión de los Forajidos en 2005, que terminó con el gobierno de Lucio Gutiérrez.  
Los ejemplos podrían multiplicarse llegando incluso al Bogotazo de 1948, una enorme reacción popular ante el asesinato del candidato presidencial liberal Eliécer Gaitán que dio pie, poco tiempo después, al surgimiento de la lucha guerrillera en Colombia. La misma asfixia política fue el germen de la  expansión posterior del fenómeno en distintos puntos de la región que tuvo en las revoluciones en Cuba y Nicaragua su momento triunfal, pero como desgarradora contracara, la criminal acción represiva de regímenes dictatoriales, costando la vida de miles de jóvenes y activistas sociales.   
Hoy atraviesa un momento similar Honduras, en el que el presidente Hernández, en connivencia con un entramado de corrupción política extendida y la anuencia de los Estados Unidos, quiere defraudar la voluntad popular expresada en las urnas a favor de su contrincante Salvador Nasralla. Ante este hecho, una parte importante de la población mantiene la protesta desde hace ya más de tres semanas arriesgando su vida, demandando el reconocimiento de su derecho a elegir. 
Señal enérgica que dio también una multitud de argentinos ante la actitud extorsiva y autoritaria del gobierno, que logró aprobar esta semana un recorte a la protección social de ancianos y niños y modificaciones tributarias a favor del empresariado. Protesta que explotará en marzo próximo si Macri insiste en promover una reforma laboral retrógrada, similar a la vigente ya en el Brasil de Temer, avanzando hacia la destrucción de conquistas sociales acumuladas en décadas de lucha. 
Eclosión que también podría producirse en Perú, si el actual conflicto en torno a la destitución de Kuczinsky desembocara en una farsa institucional tutelada por la mayoría parlamentaria fujimorista y el efecto que podría provocar un indulto negociado al ex presidente,  Alberto Fujimori. 
Estallido social que habrá de replicarse en Brasil cuando el recorte social en curso impacte de lleno en la población pobre, acentuándose además si se confirmara la condena que proscribiría la candidatura de Lula Da Silva – cuyas posibilidades de ser electo en 2018 son abrumadoras.
Rebelión que posiblemente tendrá lugar en México, si – como es de prever – el PRI pretende mantenerse en el poder mediante fraude o en Colombia, si la derecha impide mediante subterfugios jurídicos y mediáticos un ejercicio democrático pleno en las próximas elecciones.

De la impotencia a la desobediencia 
En todos los casos en los que el pueblo se rebela abiertamente, se muestra la necesidad de rebasar el encuadre vigente, formalmente legal, pero degradado y convertido en ilegítimo, para dar un nuevo ordenamiento a la vida social. Dicho propósito suele confirmarse en aquellas ocasiones virtuosas en las que los excluidos encuentran una representación política que encauza la rebelión hacia el claro objetivo de modificar normas constitucionales inadecuadas al nuevo momento social. 
Hay que decir que algo de esa desobediencia radical se expresa también cuando una porción del pueblo intenta salidas inmediatas o individuales a su desprotección. Tanto en la migración tildada por los gobiernos de “irregular”, como en los distintos tipos de delincuencia, puede verse la búsqueda de respuesta a necesidades lacerantes, violando normativas establecidas pero ineficaces a efectos de mejorar la situación social. 
Tales impulsos desesperados, en determinadas circunstancias absolutamente imperativos, terminan generalmente reforzando las estructuras represivas de los Estados, conduciendo a una cadena de involución y violencia generalizada como la que podemos observar en distintos lugares de América Latina y el Caribe. 
Tan sólo la desobediencia civil colectiva y con fines de transformación política parece resultar decisiva para conseguir cambios efectivos y duraderos.

De la desobediencia a la revolución 
Sin embargo, no toda acción de protesta, no toda estampida social contra mandatos injustos deviene necesariamente en transformación profunda de la vida social. Muchas veces el tumulto termina en anécdota, aunque sirviendo de precedente para sublevaciones futuras. 
Que la desobediencia se torne revolución es algo difícil de predecir. Con más razón, de producir. Aquellos que se dedican a su estudio indican que, entre otros factores, es relevante la cercanía de relación de fuerzas organizadas con los grandes conglomerados inorgánicos movilizados, que tan desprestigiada esté la autoridad o qué tan claros sean los paradigmas para lograr convertir el malestar en propuesta y la crítica en esperanza. Otros indicadores ligados al despliegue o al repliegue del hecho revolucionario serían de qué manera entroncan los objetivos trazados en el sentir popular y la memoria histórica, qué tan fuertes y representativos son los liderazgos y si, en definitiva, el justo reclamo popular logra trascender la inmediata reacción interna y externa del sistema. 
Pero ninguna revolución se consuma sin antes producirse un primer grito de libertad. Y ese grito suena hoy en millones de gargantas latinoamericanas.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

LOS AZOTES DEL IMPERIO

Carolina Vásquez Araya - https://carolinavasquezaraya.com/2017/12/04/los-azotes-del-imperio/
Las libertades democráticas son el mito creado para sostener la zanahoria en el palo.
Aquí y en todos los países en vías de desarrollo se hace lo que convenga a las grandes compañías multinacionales y a los objetivos geopolíticos de un puñado de Estados en los cuales éstas asientan sus reales. De ahí las guerras bélicas, económicas y mediáticas contra países ricos en materias primas o recursos energéticos, cuyos líderes han osado rebelarse contra el mandato de esos centros de poder desde los cuales emanan las directrices políticas impuestas a los gobiernos. El imperio -siempre se ha sabido- no perdona las defecciones y, cuando surge alguna, la combate con mano de hierro.
He vivido lo suficiente como para haberlo visto una y otra vez en los abundantes golpes de Estado y en los documentos desclasificados en donde se revelan, al cabo de los años, los verdaderos motivos detrás de esos crueles operativos antidemocráticos. Es tan hábil la estrategia imperialista como para esperar al paso de una generación, contando con la ignorancia de la siguiente respecto de sus intenciones. Y así la pobreza y el subdesarrollo se instalan como algo connatural a nuestra manera de vivir.
Lo acontecido en Honduras no escapa a este esquema de dominación. Estados Unidos y sus aliados no quieren más gobiernos progresistas, mucho menos cuando éstos pretenden consolidarse con el voto democrático en una región tan cercana a sus fronteras. Para ello le sirven los ejércitos financiados y entrenados como feroces guardianes de sus intereses políticos y económicos, equipados con todo el arsenal necesario para someter cualquier intento de manifestación ciudadana. El silencio de la comunidad internacional respecto de la represión en Honduras y el fraude electoral que ha provocado el estallido ciudadano, sin duda responde a consignas tajantes del Departamento de Estado, desde donde se gobierna la mayoría de nuestros países. Los observadores internacionales, entonces, algunos de los cuales proceden de países vecinos, terminan siendo meros espectadores del operativo en un silencio que, por cómplice, se aproxima a lo criminal.
Para los demás países de la región el panorama hondureño es un cuadro de costumbres; es el recuerdo de lo vivido una y otra vez en carne propia, siempre con la excusa del resguardo de las “libertades democráticas”, “la protección del estado de Derecho”, “el imperio de las garantías constitucionales” y cuanta poesía se les ocurra para acallar las eventuales protestas y consolidar el estatus. El entramado apretadísimo de intereses corporativos con las políticas internas de nuestras naciones ha sido una constante durante siglos, con el conveniente resultado de mantener en el imaginario social el miedo al fantasma del comunismo y la aceptación tácita de la explotación y la pobreza como realidades inevitables implícitas en ese concepto abstracto e indefinido llamado democracia.
¿Qué sucederá en los demás países de la región cuando les toque el momento de elegir autoridades? ¿Acaso coinciden los eventos de Honduras con el incremento inexplicable de los presupuestos militares en países vecinos? El futuro mediato es como una nube negra plagada de amenazas. De ahí la importancia fundamental de combatir la corrupción y depurar a las instituciones, elementos clave para la recuperación del equilibrio político de los países centroamericanos.
Es imperativo entender que la violencia y la miseria en las cuales se hunde la vida de nuestros países no son naturales, responden a estrategias bien pensadas para mantener a la población en silencio, temerosa y sumisa. Será a ella, entonces, a quien le corresponda romper el hechizo.